dimecres, de març 04, 2009

Érase una vez un taller

04 marzo
Érase una vez un taller
Érase una vez un taller literario cuyo dinamizador empezaba cada nuevo curso diciendo: "La originalidad cuesta... y aquí es donde vais a empezar a pagar... con vuestro orgullo". El dinamizador, a quien para abreviar llamaremos B., era tan simple que pensaba que ninguno de los presentes se daría cuenta de que había extraído esas palabras (con las evidentes modificaciones) de la serie Fama. Acto seguido, de la misma forma que la profesora de danza Lydia Grant (aka Debbie Allen), B. se dedicaba a pisotear sin compasión el amor propio de sus clientes (no les llamaremos alumnos porque nadie va allí a aprender realmente a escribir, sino a comprar un pasaporte a la fama en el estrellato literario a golpe de taller prestigioso). Cogía escritos al vuelo, revoloteaba por la sala, leía fragmentos y los denostaba. Esto está muy visto, esto muy gastado, esto otro es absurdo y plano, esto lo puedes enviar a un concurso de bostezos. Cuando a veces encontraba alguna pequeña pero preciosa perla, entornaba los párpados y miraba gravemente al autor, para decirle de forma seria y amical "no estás preparado, no lo estarás nunca, no debería perder tu tiempo y dinero con esto". Añadía lo mal que le sabía dar esas noticias pero lo extremadamente honrado que resultaba de su parte perder un (ahora sí) alumno y por tanto los emolumentos correspondientes. Pero lo hacía todo "por su bien", por su "felicidad", para evitarle previsibles "insatisfacciones y dolores". El (ahora también) alumno agradecido llora de emoción mientras B., su maestro en el arte de parecer original, posa su mano derecha sobre su hombro mientras con la izquierda le devuelve solemnemente, ostensiblemente, el texto, agitándolo casi imperceptiblemente ante el amor propio de su (a partir ahora) proveedor. Porque el alumno, cliente y ahora proveedor rechaza con un gesto el papel con lágrimas en los ojos, y masculla a B. que se deshaga de él. Que le traerá todas sus toneladas de papel malgastado en pos de una fantasía de la que agradece haber sido arrancado para que su maestro le libere completamente. El alumno, cliente y ya proveedor cumple su palabra y se acerca al cabo de un par de días al despacho de B. cargado con un par de cajas llenas de cuadernos escritos de la primera a la última hoja. B. se muestra comprensivo, solícito, amoroso y consolador. Nuevas lágrimas, más agradecimientos, sueños rotos del todo. A la hora de la cena, B. por fin se queda a solas con su tesoro y pasa las siguientes noches enfebrecido, leyendo, subrayando, anotando, copiando. Sí, señoras y señores, el maestro de la originalidad es (y ha sido y será siempre) un maestro del plagio más vil, infame y sencillo. Al cabo de algunos meses, B. añade unos cuantos recortes de periódico más en las paredes de su despacho. Siempre colecciona las críticas perspicaces que siempre alaban su prolífica producción, su capacidad para cambiar de registro, de estilo, de temática, y todo en tiempos de récord.

Nota: Este texto es pura ficción, cualquier parecido con personas, situaciones y hechos reales es pura coincidencia... por la parte que a mí me toca. Si alguien se ve reflejado o identificado... allá él.