Qué poco me gusta esa condescendencia del monolingüe que nos dice, a nosotros los bilingües, cuánto nos envidia por ser capaces de tener dos lenguas, bla bla. Qué poco me gusta sentir que se me discrimina en mi bilingüismo. No puedo ni soñar en hacer las mismas o equivalentes actividades indistintamente en ambas lenguas (¿cine?¿televisión?¿prensa?¿libros?¿Justicia?) y encima he de ver cómo se nos trata, se nos considera, como monstruos de feria. Mis derechos lingüísticos sólo funcionan para una sola de mis dos lenguas. Y que conste que mi segunda lengua no es el árabe, ni el chino, ni el urdu, ni siquiera el tamazig. Que conste que nací en este país, del que soy ciudadana y en el que pago mis impuestos, y que mi segunda lengua no la he traído de ninguna nación ajena. Y no puedo elegir cuándo y cómo utilizarla, tan sólo tengo derecho a usarla en los pocos ámbitos en que, a modo de reserva natural, la han recluido (y aún demos gracias por ello, recordando tiempos pasados): el ámbito doméstico, algunas relaciones interpersonales y comerciales y la Administración (eso si el funcionario de turno la utiliza, lo cual me prueba que de imposición lingüística, como algunos esgrimen, nada).
Si me quejo, oigo que mi otra lengua, ésta con la que escribo, está "perseguida" y que el celo por extender o "imponer" mi segunda lengua es excesivo. Cuando pregunto por qué, la única respuesta clara y unánime que se entiende por encima de embrolladas argumentaciones sin sentido es "porque estamos en España". ¿Y qué? Una lengua es una lengua, un país es un país. ¿Por qué tengo que estar obligada a hablar ninguna lengua? Quienes identifican lengua y nación son ellos, no yo. Yo sólo soy un ser bilingüe que quiere tener los mismos derechos para las dos lenguas en el territorio de donde es originaria, casualmente, mi otra lengua y que, por ende, contiene los potenciales hablantes necesarios para ello. No voy a ir a reclamar estos derechos lingüísticos a Singapur, por decir algo, porque sería absurdo, evidentemente. De hecho son más respetados los derechos lingüísticos personales de muchos inmigrantes que ni siquiera hablan la lengua "de verdad", la que vale, porque nadie les obliga a hablarla (claro, no son ciudadanos españoles y por eso la Constitución no les obliga, como a mí, a conocerla... ¿Tendré que emigrar para que la trasnochada y apresuradamente redactada sacrosanta Constitución Española deje de afectarme en materia lingüística, y de paso, en materia monárquica?) y en muchos servicios esas personas pueden incluso disponer de mediadores lingüísticos y culturales para que los pobres no sufran una imposición lingüística indebida claramente discriminatoria. Claro, cómo vamos a pretender que hablen español. Faltaría más, discriminar y estresar de semejante manera a un extranjero residente aquí, en España.
Pues a mí no sólo se me obliga a hablarlo sino que no puedo vivir con normalidad en un plano de igualdad lingüística no discriminatoria entre las dos lenguas. Ni siquiera pido la erradicación territorial del español (que, si sucediera, tampoco sería tan terrible porque no va acabarse el mundo hispanófono por ello), ni me mueven ideales políticos, ya lo he dicho. Lo que quiero es no sentirme un bicho raro, un monstruo de feria porque tengo dos lenguas y quiero vivir con ellas, con ambas. Pretender, por activa o por pasiva, que me rinda a la hegemonía lingüística españolista, es como ser un monstruo con dos cabezas al que le dicen, con una mezcla de espanto y morbosa admiración (y mucha mala leche) acompañadas de una sonrisa cínica: "¡Ya me gustaría a mí también tener dos cabezas, para poder leer con una mientras como con la otra!". Sin embargo, a quienes dirían eso no les parece "normal" y la simple posibilidad de tener dos cabezas les horroriza. Hay que extirpar la anomalía y reconstruir al individuo con una única identidad. Al monstruo bicéfalo no se le conceden dos ciudadanías, dos derechos de voto, uno por cada cabeza. No, al monstruo bicéfalo en realidad se le mira como a un discapacitado (y grotesco): la segunda cabeza es, pues, vista como una discapacidad fea, no como un individuo de pleno derecho. Pues eso exactamente sucede en los bilingües, mirados como curiosidades feriales por parte de los monolingües (aunque hay monolingües excepcionales), que consideran la "otra" lengua del hablante bilingüe una especie de discapacidad. Y eso convierte al bilingüe en una especie de discapacitado, de ciudadano de segunda que no podrá dejar de serlo hasta que no supere su discapacidad y se decida a dejar de lado su insistencia en vivir usando una lengua que, total, sólo le sirve para afearle y complicarle la existencia insanamente.
Viva mi anomalía.
dijous, de juny 11, 2009
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