dissabte, d’abril 18, 2009

Verbofagia

Nos alimentamos de palabras. A menudo no nos bastan las de un solo idioma, y casi siempre resulta imposible saciarnos. Igual que las comemos, las vomitamos en accesos grafomaníacos inevitables, en un proceso de peculiar digestión. Las palabras nos hacen sentir acariciados, tocados por los dioses, geniales, estimulados. Con cierta frecuencia, también las palabras nos "ponen", nos estimulan mentalmente y sexualmente de modos que no podemos compartir (ni tan siquiera hacer entender) excepto con otros conciudadanos de Verbolandia. Sólo quienes vivimos en esa tierra extraña podemos sentir y comprender lo que es ser poseído por las palabras hasta extremos casi de adicto que se regodea en un vicio sucio pero gratificante.

Cuando leemos escritos ajenos con emoción contenida y nos complacemos profundamente por el manejo del lenguaje que revelan sin duda entramos en una especie de éxtasis gozoso de difícil definición. No somos, pues, apátridas, no. Somos ciudadanos del extenso país que es el lenguaje, todos con ese punto anarco y sórdido, morboso e intenso, que nos hace buscar estímulos escritos con que llenar por completo nuestras circunvoluciones cerebrales en el coito más profundo y orgásmico, el coito mental. Y no me estoy refiriendo al gusto por la literatura erótica o las palabras fuertes, sino al mero placer que el uso del lenguaje nos proporciona en sí mismo. ¿Acaso no leemos a veces escritos que nos hacen exclamar "¡yo querría haber escrito eso!"? Ese placer no es comparable a ninguno; es, sencillamente, diferente.

Por encima de nuestras naciones de nacimiento geográfico, de nuestras lenguas habituales, de los lugares donde habitamos físicamente, todos los verbófagos pertenecemos a una misma especie y nación.