Un día tengo que hablar de Arthur Rimbaud, el genio adolescente que encandiló a Verlaine, quien le amó y le odió por ser consciente de que nunca iba a ser como él, porque de hecho nunca lo había sido. Verlaine, que descuidó a su triste esposa e ignoró a su hijo, bebió los vientos por un poeta niño y visionario que repentina y radicalmente dejó de escribir y a su amada y necesaria poesía a la edad de veintiún años para hacerse aventurero, cazador de fortunas y convertirse en una persona completamente diferente, sin echar de menos la poesía, ni el amor, ni la vida que había dejado. Esto, que sorprende, a la vez no resulta incoherente con su carácter impulsivo, deseoso de cambios constantes, indiferente de sí mismo como cuando recorría las calles harapiento, lejos de su hogar, como cuando se prostituía para vivir y se drogaba para prostituirse y escribir.
Conocer a Verlaine y hacer que éste le amase insensatamente le ahorró la calle, los harapos, la prostitución. Preparó el camino para que, un buen día, se subiese a un barco rumbo a África con la intención de no regresar. Y no volvió a variar su trayectoria, de modo que persistió en ese modo de vida hasta que la enfermedad incurable en una pierna (dicen que a consecuencia de una sífilis mal tratada) acabó con su vida. Y seguro que entonces una breve nostalgia por su hogar, su niñez, su altillo de la cuadra donde se refugiaba a escribir e incluso por sus hermanas y madre, le enterneció.
Lástima que sus hermanas, sus herederas, quemaron muchísimo de lo que él había escrito, y quisieron acaparar para sí el resto que se había salvado en cuanto vieron dinero en el horizonte. Lástima. Sin duda Rimbaud también sabía esto, del mismo modo que sabía tantísimas cosas cuando era tan joven y no debería haber sabido ninguna de las cosas que supo.
Vaya, al final sí he acabado hablando hoy de Rimbaud. Queda, pues, para otro día, añadir alguna de sus interesantes poesías, que siempre me emocionan porque siempre me hacen pensar en su juventud, su indiferencia hacia sí mismo y sus excesos.
Conocer a Verlaine y hacer que éste le amase insensatamente le ahorró la calle, los harapos, la prostitución. Preparó el camino para que, un buen día, se subiese a un barco rumbo a África con la intención de no regresar. Y no volvió a variar su trayectoria, de modo que persistió en ese modo de vida hasta que la enfermedad incurable en una pierna (dicen que a consecuencia de una sífilis mal tratada) acabó con su vida. Y seguro que entonces una breve nostalgia por su hogar, su niñez, su altillo de la cuadra donde se refugiaba a escribir e incluso por sus hermanas y madre, le enterneció.
Lástima que sus hermanas, sus herederas, quemaron muchísimo de lo que él había escrito, y quisieron acaparar para sí el resto que se había salvado en cuanto vieron dinero en el horizonte. Lástima. Sin duda Rimbaud también sabía esto, del mismo modo que sabía tantísimas cosas cuando era tan joven y no debería haber sabido ninguna de las cosas que supo.
Vaya, al final sí he acabado hablando hoy de Rimbaud. Queda, pues, para otro día, añadir alguna de sus interesantes poesías, que siempre me emocionan porque siempre me hacen pensar en su juventud, su indiferencia hacia sí mismo y sus excesos.